Introducción
BANESH HOFFMANN
Traducción de José Manuel Álvarez Flórez
HE AQUÍ UNA aventura conmovedora
de matemáticas puras, una fantasía de espacios extraños poblados por figuras
geométricas; figuras geométricas que piensan y hablan y tienen todas las
emociones humanas. No es ningún relato intrascendente de ciencia-ficción. Su
objetivo es instruir, y está escrito con maestría sutil. Empieza a leerla y
caerás bajo su hechizo. Si eres joven de corazón y aún se agita dentro de ti la
capacidad de asombro, leerás sin pausa hasta llegar, lamentándolo, al final. No
sospecharás sin embargo cuándo se escribió el relato y qué clase de hombre lo
escribió.
Actualmente el espacio-tiempo y
la cuarta dimensión son palabras familiares. Pero Planilandia, con su animado
cuadro de una, dos, tres y más dimensiones, no se concibió en la época de la
relatividad. Se escribió hace unos setenta años, cuando Einstein no era más que
un niño y la idea del espacio-tiempo quedaba a casi un cuarto de siglo en el futuro.
En aquellos días lejanos los
matemáticos profesionales imaginaban ya, ciertamente, espacios de todo número
de dimensiones. También los físicos estaban trabajando, en sus teorizaciones,
con espacios-gráficos de dimensionalidad arbitraria.Pero se trataba de cuestiones de
teoría abstracta. No había un clamor público por su dilucidación; el público
apenas sabía que existían. Podría pensarse, pues, que Edwin A. Abbott tenía que
ser un matemático o un físico para escribir Planilandia. Pero no era ninguna de
esas cosas. Era, en realidad, un maestro de escuela, un director de escuela,
nada menos, y muy distinguido además. Pero su campo eran los clásicos, y sus
intereses primordiales la literatura y la teología, sobre las que escribió
varios libros. ¿Parece ésta la clase de hombre que podría escribir una aventura
matemática absorbente? Tal vez el propio Abbott pensase que no, pues publicó
Planilandia con pseudónimo, como si temiese que pudiera empañar la dignidad de
sus obras más ortodoxas, cuya autoría reconoció sin reticencia alguna.
A nuestras ideas del espacio y el
tiempo les han sucedido muchas cosas desde que salió a la luz Planilandia.
Pero, a pesar de tanto hablar de una cuarta dimensión, los fundamentos de la
dimensionalidad no han cambiado. Mucho antes de que apareciese la teoría de la
relatividad, los científicos consideraban el tiempo una dimensión extra. En aquella
época lo veían como una dimensión aislada y solitaria que se mantenía aparte de
las tres dimensiones del espacio. En la relatividad, el tiempo pasó a
entremezclarse inextricablemente con el espacio para formar un mundo
auténticamente cuatridimensional; y este mundo cuatridimensional resultaría ser
un mundo curvo.
Estos procesos modernos son menos
significativos de lo que se podría suponer para el relato de Planilandia.
Tenemos realmente cuatro dimensiones. Pero incluso en la relatividad, no son
todas del mismo género. Sólo tres son espaciales. La cuarta es temporal; y no
podemos movernos libremente en el tiempo. No podemos regresar a los días que ya
han pasado, ni evitar la llegada del mañana. No podemos tampoco acelerar ni
retardar nuestro viaje hacia el futuro. Somos como desventurados pasajeros de
una escalera mecánica atestada, transportados implacablemente hacia adelante
hasta que llega nuestro piso concreto y nos bajamos en un lugar donde no hay
tiempo, mientras el material que compone nuestros cuerpos continúa su viaje en
la escalera inexorable... quizás eternamente. Tiempo, el tirano, domina en
Planilandia lo mismo que en nuestro propio mundo. Con relatividad o sin ella,
aún tenemos sólo una dimensión más que las criaturas de la imaginación de
Abbott; aún tenemos sólo tres dimensiones espaciales frente a las dos 5 que
tienen ellas. Los habitantes de Planilandia son seres sensibles, a quienes
atribulan nuestros problemas y conmueven nuestras emociones. Aunque sean planos
físicamente, sus características están bien redondeadas. Son parientes
nuestros, de carne y hueso como nosotros. Retozamos con ellos en Planilandia. Y
retozando, nos hallamos de pronto nosotros mismos contemplando de un modo nuevo
nuestro mundo rutinario con el asombro boquiabierto de la juventud.
En Planilandia podíamos escapar
de una prisión bidimensional pasando brevemente a la tercera dimensión y
saliendo de ella al otro lado de la pared de la cárcel. Pero eso es porque esa
tercera dimensión es espacial. Nuestra cuarta dimensión, el tiempo, aunque sea
una verdadera dimensión, no nos permite escapar de una cárcel tridimensional.
Nos permite salir, pues si esperamos pacientemente a que pase el tiempo, nuestra
condena se habrá cumplido y nos pondrán en libertad. Pero no es posible una fuga,
claro está. Para fugarnos debemos viajar a través del tiempo hasta un momento
en que la cárcel esté abierta de par en par o en ruinas o no se haya construido
aún; y entonces, una vez hayamos salido, debemos invertir la dirección de
nuestro viaje en el tiempo para volver al presente.
A pesar de los años
transcurridos, tan densos en acontecimientos, este relato de casi setenta años
de antigüedad no muestra el menor signo de envejecimiento. Se mantiene tan lleno
de vida como siempre, un clásico intemporal de perenne fascinación que parece escrito
para hoy. Desafía, como todo arte grande, al tirano Tiempo.
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